domingo, 31 de agosto de 2014

Pasaron dos días juntos y un millar de noches sin dormir.

Cada ocaso él iba con la idea de hacerla hablar, de arrancarle una rendición incondicional de sus carnoso labios. Ella lo besaba y él caía a sus pies. El la amaba y ella le dejaba claro quien mandaba en esa prisión.

 La reyna cautiva lo tenia prisionero entre sus brazos y era una carcelera tan pasional que la libertad condicional del día pronto se convirtió en la verdadera condena.



Lo suyo era una historia sin sentido, un amor condenado a terminar de mala manera. Su mundo no dejaba hueco a algo tan personal como el amor, a algo tan natural, tan irracional que destruía todo lo que tocaba. Ellos estaban llamados a gobernar, a ser el rey y la reina de dos naciones que ya se odiaban cuando aun no tenían nombre. Pero eso es otra historia que tal vez os cuente otro día... Ahora solo os digo que ninguno vivió días más felices que aquellos durante los que estuvieron encarcelados. Nunca aclararon quién era el carcelero y quién el encarcelado, pero nunca les importó.

Esas semanas dos reinos sangraron. Miles de personas murieron por un odio tan arraigado que ni la más bella tonada romántica podía haberlo evitado.

Así que esto fue lo que pasó: se odiaron hasta que se conocieron, y aun cuando se amaban había una voz en sus conciencias que mantenía el odio mutuo aun ardiente. Pero se amaron, y lo hicieron de tal manera que no quedó nada cuando se separaron. Se consumieron el uno al otro y con un par de semanas de placer consumieron también a dos países que perecieron afectados por la misma enfermedad. 

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